domingo, 14 de noviembre de 2010

Correa y, ahora, el complejo de orfandad

El chantaje afectivo es la nueva táctica política del Presidente con los electores. Es una de las consecuencias directas de la revuelta policial del 30 de septiembre y una etapa más en su fructuosa relación con sus correligionarios y electores.

Los políticos hipermediáticos, como Rafael Correa, no aman oír hablar de psicología. Les suena a recoveco apropiado para especialista vago. Sin embargo, la usan. La explotan. Conscientemente, sueñan con dominar mecanismos para infiltrarse en el imaginario de sus conciudadanos. Quieren ser percibidos como padres protectores, vengadores, últimos recursos, héroes, salvadores supremos... Cualquiera de esos roles, con la ayuda de pequeños gestos populistas, les proporciona una dependencia electoral agradecida y duradera.

Rafael Correa se ha movido como actor perfecto desde el inicio de su gobierno en algunos de esos papeles. Al punto que sus adversarios no han logrado descifrar la fórmula del teflón que lo envuelve y resguarda. No le costó mayor trabajo entender que tras una larga década de inestabilidad institucional, el electorado estaba presto a ensayar otra receta de cambio y a perseverar en ella. El Presidente se instaló, entonces, en una zona plena de malentendidos. Se tomó por un hombre de izquierda -cuando era apenas un economista antiortodoxo- y pudo hacerlo porque ese era el espacio que seguía virgen, en términos de acciones de poder, para el electorado. Se creyó el gran deconstructor de la partidocracia cuando, en el fondo, los partidos políticos se habían diluido o habían sufrido una implosión. No llenó el vacío (institucional, conceptual, político…) con un nuevo imaginario: no lo había forjado. Recicló el de la vieja izquierda y, desde ahí, usando sus canales, su retórica, sus organizaciones, sus símbolos y hasta sus gurúes, como Castro, se erigió, él, en la nueva esperanza. De hecho, más en el imaginario que en la realidad, dividió las aguas en los escenarios político y social: el vacío antes; él ahora. La noche antes (neoliberal y larga); el día; es decir él, ahora. Su gobierno ancló esa nueva ecuación para ser pensada al revés: él o el vacío. Él o un pasado del cual había políticamente muy poco que recuperar.

Se entiende que esos dilemas pasaron a ser utilizados políticamente como chantajes y que el Presidente montó, con prolijidad de cirujano, una operación de tábula rasa cuyo destino era evidente: el museo para sus antecesores; el futuro para él. Las acciones de mercadeo político que maneja Vinicio Alvarado no han hecho otra cosa que desarrollar ese perfil de héroe contemporáneo que se multiplica, guerrea y gana en varios frentes a la vez. Es Presidente y vocero de sus acciones. Es Presidente y jefe de su movimiento. Es el oficialismo y la oposición de sí mismo. Es Ejecutivo y legislador único. Es primera y última palabra. No hay papel estelar que no haya tenido, como si la única obra posible, la única aceptable en un país que le cree con los ojos cerrados, fuese un monólogo al estilo Darío Fo.

Nada extraño que desde entonces haya crecido la suma de obras (algunas notables) y exabruptos por los cuales el electorado no le ha pasado factura alguna. Eso solo ha contribuido a nutrir los malentendidos. La sociedad vota por él por ese cúmulo de roles (vengador, cerrojo del pasado, factor de esperanza y cambio, productor de bienestar…); Correa cree que Ecuador votó por el socialismo, en una versión que ni él ni los suyos han definido. La sociedad elige un Presidente en elecciones democráticas, él parece creer que la sociedad votó por una revolución llamada a perennizarse.

Lo cierto es que el Presidente ha podido hacer lo que ha querido políticamente porque la sociedad y sus correligionarios cedieron todos los terrenos y, por sustracción de materia, lo convirtieron en única instancia de decisión. ¿Ecuador sufre del complejo de ausencia del padre, como dicen algunos psicólogos? Como quiera que sea, el caso Correa no se explica únicamente por los centenares de millones de dólares gastados en publicidad. Hay ciertamente política social. Pero, al mismo tiempo, hay resortes psicológicos que han actuado para que esta sociedad conservadora, cansada de botar presidentes y renuente al vacío y a la inestabilidad, se haya jugado, en forma tan confiada, por Rafael Correa.

Esa relación resultaría ideal si el Presidente fuera partidario de armar procesos y jugara su capital político para institucionalizar al país. No es el caso. Lo que se ve es una sociedad dependiente y crédula que, cual víctima necesitada de un Chapulín, otorga al Presidente licencias para actuar interpretando la ley, lo emancipa de auditorías y fiscalizaciones, no se inmuta de que interfiera en otros poderes y lo libra de las servidumbres propias de su función.

El 30 de septiembre agravó ese cuadro que beneficia al Presidente electoralmente, pero que pone, con su concurso, cargas sobre él que son inconvenientes para la democracia. Correa no tiene por qué encarnar el papel de superhéroe o el de víctima propiciatoria de gestas épicas que solo es dable leer en El Quijote y otras novelas medievales de caballería. Pues lo hace: se está esforzando, con todo el aparato del Estado, para anclar en el imaginario colectivo un nuevo papel: el de un héroe-víctima a punto de sufrir un magnicidio. La tesis oficial, fraguada en el camino para cubrir una evidente torpeza presidencial, se ha ido diluyendo sin que ni siquiera los involucrados hayan hecho mérito para ello.

El testigo oculto tiene tan mala memoria como sentido perceptivo. La versión oficial sobre la actitud del coronel Carrión tampoco coincide con algún vídeo independiente. En fin, el libreto del complot es inconsistente. Lo grave de este asunto es que ese nuevo papel de víctima llegó con aderezos totalmente incongruentes en una democracia. El Presidente asumió ese rol con ventajas psicológicas y políticas inmejorables. La más evidente es que solo un enfermo pudiera concebir que se atente contra el Primer Mandatario. Ese imposible, apenas pronunciado, genera ipso facto solidaridad y, entre sus seguidores, adhesión ciega. Eso explica los nuevos puntos de popularidad que ese evento desgraciado le granjeó. Y el Presidente parece dispuesto a sacar mayor partido de esa veta. En conclusión, los factores del chantaje político (“yo o el vacío”) mutan en chantaje afectivo. El dilema ya no es “yo o el vacío” sino “yo o la orfandad”. Eso pudiera explicar por qué la oposición que antes osaba apenas hacerse preguntas, luce muda ante las nuevas realidades que el Presidente maneja desde aquel aciago día cuando decidió meterse en un regimiento sublevado: ahora él acusa y los fiscales operan. Desde el 30 de septiembre el derecho cambió de esencia: ya no es el poder público el que tiene que probar la culpabilidad de los acusados: son ellos quienes deben probar que son inocentes. Desde el 30 de septiembre no hay procedimientos ni jurídicos ni disciplinarios. Mejor: sí los hay pero operan a partir de las realidades creadas por el Presidente. Basta una orden suya para que funcionarios pierdan su empleo o sean cambiados de función o de lugar. La oposición no chista y los correligionarios de Alianza PAIS siguen en su incongruente silencio. Correa antes tenía razón porque poseía los votos; ahora tiene razón, además, porque alguien, en alguna parte -aunque eso no haya sido probado- quiere asesinarlo. La política cambió, entonces: la razón ya no está en las tesis sino en los sentimientos, en el corazón. Desde el 30 de septiembre, Correa adquirió, entonces, más espacio y más derechos en el imaginario colectivo. Eso lo favorece pero lo encierra en dilemas trágicos para él y nada sanos para la política y la democracia.

Si antes no tenía por qué ser oráculo, ahora no tiene por qué ser víctima. Si antes solo tenía que ser Presidente con plazo fijo para dejar el poder, hoy no tiene por qué ser perenne y subyugar a todos los poderes. En definitiva, es más poderoso, pero la paranoia lo vuelve más impredecible y ciertamente más vulnerable. Eso no es bueno para él y es aterrador para el país. José Hernández - Diario Expreso

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